Ensino del Maestro

 

"Y él, temblando y atónito, dice: Señor, ¿qué quieres que yo haga?
Le respondió el Señor: - Levántate y entra en la ciudad y allá
te será dicho lo que te conviene hacer.". (Hechos, 9:6)

 

 

 

             Esta particularidad de los Hechos de los Apóstoles se reviste de gran belleza para los que desean comprensión del servicio con Cristo.

             Si el Maestro apareció al rabino apasionado de Jerusalén (Pablo de Tarso aún Saulo de Tarso) en el esplendor de Su luz divina e inmortal, si le dirigió palabras directas e inolvidables al corazón, ¿por qué no terminó el aclaramiento, recomendándole, en vez de eso, entrar en Damasco, a fin de oír lo que le convenía saber?

             Es que la ley de la cooperación entre los hombres es el grande y generoso principio, a través del cual Jesús sigue, de cerca, a la Humanidad entera, por los canales de la inspiración.

             El Maestro enseña a los discípulos y los consuela a través de ellos mismos. Cuanto más el aprendiz le alcanza la esfera de influencia, más habilitado estará para constituirse en su instrumento fiel y justo.

             Pablo de Tarso contempló a Cristo resucitado, en su grandeza eterna, pero fue obligado a socorrerse de Ananías para iniciar la tarea redentora que le correspondía junto a los hombres.

             Esta lección debería ser bien aprovechada por los compañeros que esperan ansiosamente la muerte del cuerpo, suplicando transferencia hacía los mundos superiores, tan sólo por haberen oído maravillosas descripiciones de los mensajeros divinos.

            Meditando la enseñanza, pregunten a sí mismos lo que harían en las esferas más altas, si aún no se apropiaron de los valores educativos que la Tierra les puede ofrecer.

           Más razonable, pues, se levanten del pasado y penetren a la lucha edificante de cada día en la Tierra, en el trabajo sincero de la cooperación fraternal recibirán de Jesús el aclaramiento acerca de lo que les conviene hacer

Texto del libro "Camino, Verdad y Vida"
del Espíritu Emmanuel, por Chico Xavier